juan d'Ors
literatura

NOVELAS

UNA CARICIA
A mi padre

 

Viviendo la amistad en el instante, el riesgo corre de que el tiempo pase ciego, y nada nos importe el cronómetro, el horario.
Ya es de noche. Es la hora de la cena, de la despedida, pero no importa. El banco en el Parque del Oeste no sugiere el adiós.
Iván y Belisa no hablan. Él ya conoce a la Niña casi. Ella intuye al joven explorador. Por eso no hay palabras. En confiado silencio a veces se está más unido. Se miran, miran el bonito y ancho parque. Todos se han marchado. Les han dejado, sin que gritos de locura desasosieguen el alma del hombre.
Es tarde. Y parece no importar. Rápidos pasan los minutos en lenta compañía. El mundo es de ellos. Los árboles les protegen, los pájaros se recogen en las ramas, la estatua duerme. La caseta del guarda está cerrada. Sopla sólo una ligera brisa sobre las ramas. La luna es llena. Las viejas se marcharon hace tiempo.
Una ternura indescriptible dibujábase en los brillantes lagrimales de Iván y de Belisa.
Sombras pasan sobre la noche, pero ya nada hay sórdido, porque Iván y Belisa están juntos y se quieren con la pureza y la alegría de las fuentes. Juntos y protegidos, nada les vence.
La luna levemente ilumina las descubiertas frentes.
El verano llega y no hace frío. La Niña lo ha estudiado todo y aprobará, por fin, el curso.
Pero en sus mentes no hay preocupaciones. No hay ni exámenes ni trabajos en prensa. Sólo hay un paisaje límpido y unos ojos indomables, inanalizables.
Se está a gusto en el parque. Merece la pena estar ahí, aunque la despedida sea pronta. No cabe aquí ni tristeza, ni melancolía, ni nostalgia. No yace en ellos ni violencia, ni impureza, ni resentimiento alguno.
El contorneado paisaje les seduce, la piel blanca subyuga a Iván, el silencio misterioso abraza a Belisa.
Un grifo abierto de una cercana fuente ha creado un pequeño arroyo, y el sonido, el aroma y el aire les adorna a lo lejos.
Pierde en la noche la estatua su blancura, pero no su dignidad. Ahí está, velando la piedra la noche y la natura, cuidando de los hombres tardíos, indicando los caminos que algunos, inmóviles, no recorrerán.
Los cuerpos quietos y silenciosos del explorador y de la Niña están muy juntos. Se admiten felices. Repentinamente, la cabecita de la Niña que crece cae sobre el hombro del explorador... ¡y parece tan dichosa...! Iván siente su alma en fiesta. Le vuelve a sobrecoger aquel terror lírico que le invadió en el primer encuentro con la Niña.
Pero esta vez no hay guitarras que conmuevan más la emoción.
Un sentimiento se vuelve mandato. Ha de abrazar Iván a la Niña. Ha de hacerlo. El abrazo, ¡ah!, el sabio abrazo de las profecías viejas del bagaje enriquecido...
Si, Iván abraza a la Niña. Y Ella, con un atormentado impulso, con una violencia inequívoca en una Niña que es suave, abraza con fuerza al explorador. Ella multiplica las voluntades amorosas de Iván en el abrazo.
A éste se le sobrecoge el corazón. Su garganta llora. Se siente dichoso tras la emoción.
A aquella extraña amistad le faltaba el mutuo abrazo. Después de la palabra, de la exploración y el conocimiento convivido, llegaba éste, el deseado, el tierno, puro abrazo de siempre. Ya todo estaba completo y ordenado. Iván y Belisa habían acabado, reales, su novela.
Los ojos emocionados, alegres, bellos, risueños y tímidos, anhelantes, puros, los ojos de Belisa se posan en mí como esperando algo. Pero yo permanezco impasible. Después de unos segundos, Ella estrecha mi mano, y la acaricia suave y lentamente, entre maternal y amorosa.
Una extraña inquietud recorre la espalda fría de Iván, llega a la frente y le hace latir a contratiempo el corazón.
¡No, Dios mío! ¡Que no llegue el fatal y trágico desenlace! ¡Que no llegue, mi amor, el amor! El beso, el amor sería la despedida precipitada. Dios mío... ¡se acerca la hora!... ¡Que no llegue tan pronto el momento! Espera un tiempo más. ¡Un poco más todavía, por favor! Yo procuraré crear pequeñas distancias en el espacio y en el tiempo... ¡Un poco más todavía, mi Dios...!
-Es tarde, Belisa. Te llevaré a casa. Tu madre debe de estar preocupada, y yo soy el responsable. Vámonos, Niña.
-¿No te quedas un poquito para ver mejor las estrellas, explorador?; ¿no quieres mi abrazo un poco más largo?
-No, pequeña no. Llega ya la tiniebla de la hora retrasada en el reloj. La madre se inquieta en el hogar, el corazón trepida de un modo indiscreto, la pureza quiere esconderse tras los matorrales, los tambores se apagan y ya no dan la alerta, todo se iguala y se confunde para los tímidos. Se alía la noche con los juegos ocultos y los descubrimientos escondidos. Pero el día ha de imponer el trabajo y la Niñez renovada. La noche no hace ruido, mas la luz busca en jolgorio el silencio. Por eso nuestra bendita noche puede engañar, porque nada trata sino modelar nuestro sentido. Ven, vente a casa. Que ninguna lechuza haga brillar nuestro infortunio, que ninguna risa maldiga nuestro encuentro, que ningún árbol esclavo se escandalice y ninguna huella de locura se complazca en sí misma. Que el grito de la mente no rompa el silencio santo, sin señal sucia, no escondido. Que los pájaros puedan seguir durmiendo, pues nuestra mente triunfa sobre nuestra flaqueza. Y que las sombras no tengan que ocultar la perfecta amistad violada. Porque no habrá en nuestros ojos ni chismes, ni convulsiones, ni espacios rotos, ni caricias oportunistas, ni duendes aguafiestas, ni sensaciones sacrílegas. Nada habrá si no es nuestro regreso. El regreso a la madre, el regreso a la cautela, el regreso a la lumbre que acoge a los honestos trabajadores. La caricia sobre tu pelo sagrado será la de tu madre, que ya puede leerte la inocencia en tu madurez. Te acostarás de nuevo con algún osito, y con todos tus muñecos, e Iván, sí, ése sí podrá perderse en la noche iluminada y sensata.

 

EL ATENTADO


-¿Sabéis lo que os digo? –comentó Javier Moraleda a sus dos guardaespaldas. -Que echo de menos el pasear a solas por el viejo León, como hacía antes. Echo de menos perderme y soñar por sus callejuelas, entre la oscura piedra y la vidriera luminosa. Hoy me vais a hacer el favor de dejarme a solas y de despedir al chófer.
-Pero... ¿va a ir usted andando? –se asustó uno de los hombretones.
-Es la única forma de pasear –arguyó Javier.
-No me parece prudente -dijo enérgicamente el otro fortachón.
-Vamos, vamos, ¿quién puede hacerme daño? Yo soy querido, respetado y admirado por todos... aunque mi mujer se empeñe en fabricar "escenitas". Mi belleza y mi sabiduría, aunque parezca mentira, me divinizan y me protegen. Nadie se atreverá a tocarme... Yo creo en cierto providencialismo... No pasará nada, no os preocupéis. ¡Aire, aire!...
Javier Moraleda despidió a sus protectores y se sintió momentáneamente aliviado. Respiró hondo y comenzó a deambular por el León histórico y a quedar embebido en sus visiones y en sus pensamientos. Andaba casi como un sonámbulo, y canturreaba. Esta vez no miraba a las gentes. A veces ni tan siquiera miraba la acera. Se conocía la ciudad de memoria, y la amaba. Valladolid estaba lejos... ¡Y él era el Alcalde de León!... Su mirada se perdía en las casas y casones, en el cielo y en su yo.
Pasó por el Casino, pero no hizo caso del alboroto de las gentes. Pasó por su parque favorito, el parque de Elena, su olvidada Elena, y casi se estremeció. Quiso ir a mirar, pero venció su amor propio. No fue. Siguió adelante, procurando pensar en otras cosas. O más bien no pensar.
Porque a veces el caminar sin prisa y sin rumbo preciso no necesita acompañarse de pensamiento. Se piensa en la nada, se canturrea y se sigue el ritmo; se siente uno a gusto. El que fuma en pipa se calienta. Se mira a las parejitas de novios con melancolía, pero sin examinar detenidamente ningún gesto o caricia. Dejadles tranquilos... Se mira a las gentes, pero no se las observa. Se oyen los diálogos, pero no se escuchan. Se siente la luz de los pájaros, pero no se recrea en ellos el oído. Se les deja en paz, en paz, y caminamos llevados por el infinito perdido.
Una nostalgia que no molesta nos invade el alma cuando así hacemos como Javier, y nos sentimos serenos, descansados y aliviados. Sí, Javier Moraleda se sentía apaciguado, al fin en calma, sin gritos, ni mujeres, ni automóviles, ni humo ni ruido. En su oscuridad callejuela se reía de sí mismo sin mirarse demasiado. ¡Ya se conocía, se negaba o se aceptaba en otras ocasiones! Ahora sólo bordeaba su abismo.
Las gentes murmuraban, señalaban con el dedo, silbaban, gritaban en algún momento, le saludaban efusivamente, se extrañaban de verle por ahí... él sólo movía levemente la cabeza en señal de saludo, pero los olvidaba fácilmente, no se distraía, no se entretenía en hablar.
De vez en cuando un cigarrillo. Pero sin abusar. No necesitaba distraerse aspirando humo. Debía, además, dar ejemplo de abstinencia.
Y tan transportado se sentía, que le dieron las once de la noche sin notarIo. Era un transporte sereno el que le arrastraba, nada de misticismo o de sentimentalismo. Su nostalgia le dejaba tranquilo.
Pisaba despacio los suelos. Su sombra avanzaba oscura por los callejones. ¿Te apuntas a una cerveza, Javier?, le había dicho uno de sus amigotes. Pero él no contestó y siguió.
Comenzaba a hacer frío, pero no quiso despertar de su ensoñación absorta y vacía. Se abrochó los botones de su elegante gabardina ajustada.
Contemplaba, sin asombro, la sombra de su cuerpo moverse sin pesadez, pero con majestuosidad. La veía larga y estilizada, bella y perfecta. Era su hermana querida e insobornable, su única compañera discreta.
Las luces de los faroles arrojaban su luz sin estropear las calmas. Un ligero viento se recreaba en sí mismo. En los cristales comenzaba a asomar la humedad. Algún automóvil aparcado, colillas en el suelo y alcantarillado oscuro. El pavimento brillaba bajo los faroles.
Había dejado la plaza del ayuntamiento muy detrás, y se encontraba de nuevo en una zona muy urbana.
No sabía por qué, pero adoraba el silencio en su ciudad. Le hacía sentirse más noble y aristocrático, más de su tierra.
Algunas ventanas de las casas ya estaban apagadas; en otras, se veía la potente luz del televisor encendido. Algún pipero retrasado, vendiendo tabaco, algún ruido de moto. Bicicletas encadenadas a los árboles, ladridos de un perro. En algún bar se oye música de "juke-box" y se distingue bien el sonido de las máquinas de juego.
Javier empezó a notar el frío. Primero se puso a fumar más deprisa, para no pensar en él. Luego consultó el reloj.
-¡Las once y media! Ya debería estar en casa... Me apresuraré.
Las manos en los bolsillos, el paso raudo y firme, aunque con cierta inquietud ya. Su aliento forma ya nubes de humo. La noche se va haciendo más oscura y húmeda, y Javier comienza a echar de menos el coche.
Su sombra corre ahora más deprisa y su gabardina ajustada se balancea levemente. Ahora su cuerpo pesa mucho, y se ha roto ya el encanto del placentero y tranquilo paseo nocturno sin preocupación ni prisa. Sus pasos resuenan demasiado. Javier se saca los guantes de un bolsillo, se detiene y se los va a poner.
Está en un callejón olvidado y arrinconado. Todo el mundo parece haberse ido a acostar. Todo está oscuro y nadie le oye o le ve. Sólo se encuentra rodeado de árboles, automóviles aparcados y algún banco.
Furtiva y sigilosamente salen dos sombras de detrás de un coche. Una es pequeña y de movimiento patoso; la otra es muy grande y se mueve pesadamente, aunque camina de puntillas. Sin darle tiempo a reaccionar a Javier, una de ellas saca un arma y dispara. Las dos sombras corren hacia el automóvil tras el que estaban agazapadas anteriormente y huyen.
El cuerpo de Javier, totalmente inerte, yace sobre la fría piedra del asfalto. Nadie ha oído, nadie ha visto nada. Sin embargo, de su nariz aún humea una nubecilla... de aire húmedo. Son las doce menos diez de la noche.

 

EL FARO
A mi hijo Jorge

 

Gira y brilla,
gira y brilla:
es su forma
de cantar.

 

Gira y brilla,
gira y brilla:
es la rueda
del velar.

 

Gira y brilla,
gira y brilla,
y no deja
de brillar.

 

Es el Faro
quien nos cuida,
quien avisa,
gana el pan.

 

Gira y brilla,
gira y brilla;
anda, Faro,
sin cesar…

 

Enriquito del Faro, sonámbulo, cantaba esa rima infantil, sin fijarse en lo que decía. Estaba seguro en su inconsciencia: aquella noche era la de las revelaciones, la de las visiones certeras. Bajaba las escaleras interiores del Faro, con los ojos cerrados, sin tropezar ni caerse. La luz de éste no le iluminaba; su padre velaba en lo alto por los barqueros, pero, ¿quién velaba por él? Todos se asustaban de sus frases, de sus visiones, de sus profecías, de su madura sabiduría. ¡Un niño de siete años y con esa sabiduría!... El pueblo de Tadua le temía un poco. Le veían tan sabio, que les entraba miedo. Le sabían tan poderoso de mente, que le creían también fuerte de cuerpo. Nadie le protegía. Ni su misma familia se preocupaba por él cuando salía de noche hacia La Selva.
-Ese Enriquito es un dios –decían unos pescadores.
-El mar le arrastrará consigo, a su reino divino -decían otros.
Lo cierto es que el niño era tan débil e indefenso como cualquier otro niño.
Pero Enriquito estaba seguro: esa noche se anunciaría algo grande e importante. Terminó de bajar las interminables escaleras interiores del Faro y salió al exterior. Corrió, sonámbulo; parecía dirigirse a un punto concreto que conocía de antemano.

 

Gira y brilla,
gira y brilla:
es su forma
de cantar.

 

Corría casi desesperadamente, cantando sin aliento, avisado, alertado por una voz interna. La palidez habitual de su rostro y su pelo rubio blanquecino brillaban especialmente esa noche oscurísima apenas sin estrellas.

 

Gira y brilla,
gira y brilla:
es la rueda
del velar.

 

No importaba el frío. Sobre su frente se iluminaba el sudor de la veloz, ciega, interminable carrera. Se llegó hasta un montículo junto al mar. Seguía cantando.

 

Gira y brilla,
gira y brilla,
y no deja
de brillar.

 

Con la lengua fuera, esperaba, atento, una señal, sin dejar de cantar.

 

Es el Faro
quien nos cuida,
quien avisa,
gana el pan.

 

Sus ojos, abiertos al fin, despiertos casi, ansiosos, con el brillo del que espera con afán una noticia importante.
Son los niños quienes con mayor deseo anhelan las buenas nuevas.

 

Gira y brilla,
gira y brilla;
anda, Faro,
sin cesar…

 

El Faro, a lo lejos ya, seguía, en efecto, su curso. El trueque mecánico manipulaba a placer su girar ritual con extrema puntualidad, con exactitud matemática.

Y Enriquito esperaba, sí, una vuelta, un volver a girar especial. Una rápida ráfaga de luz y sólo una. Al mismo tiempo, situaba su rostro y su cuerpo en un estratégico lugar que sólo él podía prevenir y estudiar.
De pronto, un halo de aire lento, y la suerte. Giraba el Faro seis, siete veces. Y la consabida pausa. ¡Ahora! La manivela mecánica tuvo un fallo o un acierto, quién sabe. Pero, tras una pausa, las ráfagas de luz giratoria sólo fueron una. Un solo girar. Y el foco luminoso vino a caer en el pálido rostro del niño desvalido, iluminándolo para siempre, fortaleciéndole para siempre.
-¡Luz! ¡Más luz! ¡Divina luz! –gritaba el niño.
El foco, impávido, abierto sobre el rostro blanquísimo y angelical pero sabio. Al fin, el niño no pudo soportar más y cayó al suelo del montículo, llevándose las manos a sus ojos cegados y doloridos.
-He abusado del poder eléctrico del hombre -dijo el niño. -Pero ahora sé lo que va a pasar, y por eso estoy intranquilo. Debo ponerme en camino en cuanto mis ojos se acostumbren, de nuevo, a la oscuridad...
Cuando el niño, consciente ya de todo, echó de nuevo a correr, el Faro siguió su rito sin irregularidades. El signo ya había sido consumado.

 

APEGO AL ORIGEN
A mi madre

 

Allá donde se confunden el recuerdo y el amor al origen, allá quiero ir. Allá donde la naturaleza es dueña y señora, allá donde te engulle sin miramiento alguno, allá estoy. Soy un niño de Rafael, un angelote entrado en carnes, lo que se entiende por un niño saludable, vamos. Mi pelo juega a enredarse: mi madre se encarga de rizármelo antinaturalmente, de hacerme bucles. Un niño gordito, rubiales... ¿qué haría sin bucles? En la sensualidad desencadenada de la naturaleza, es necesario aquel cuadro armónico de unas figuras que se confunden con el paisaje. La madre, mi madre, llenita, sensual, aún bajo los efectos de un parto reciente, sostiene como puede al vástago atleta, al angelito de Rafael.
A medio vestir, casi desnudos, los cuerpos de la madre protectora y del niño mimado se sostienen mutuamente, haciendo equívocas la desnudez natural de él y la desnudez biológica de ella. ¿Quién sostiene a quién?, podría preguntarse, como se preguntaba aquél ante la relación fundamentalmente física entre San Cristóbal y el Niño.

Ambos se apoyan, madre y criatura, espejo y reflejo; ambos se continúan, ambos necesitan de la sonrisa y el mimo callado, sin ostentación. Casi no se ha perdido el recuerdo del vientre materno, casi se palpa aún la nostalgia del origen, como en la naturalidad del paisaje. Ambos, madre e hijo, no han olvidado el rumor de la sangre, de la herida, de los vasos comunicantes. Ambos sonríen, inconscientes aún, niños los dos, sin saber que la vida les aguarda, sin percibir aún el miedo del destino, del camino acechante.

 

Referencias [los cuatro textos corresponden -en orden correlativo- a estas novelas]
. Belisa y el explorador de almas: novela inédita, 1982-83 (última votación Premio Planeta 84)
. No podrás ser feliz: novela inédita, 1983-84 (última votación Premio Planeta 85)
. El Hombre Que Escribe: novela inédita, 1985
. Sombras sin sombra: novela inacabada, 1986-89